martes, 8 de marzo de 2016

Los niños postergados


Los niños trabajadores son multitud. En las ciudades se los ve limpiando parabrisas, vendiendo chicles, limpiando baños, empujando diablitos en los mercados, trabajando en condiciones de mendicidad mientras recogen los centavos para el músico que puede ser su padre, su tío o –en algunos casos- alguien que rentó al niño para que lo acompañe en su jornada laboral. Y son muchas las organizaciones que denuncian tanto la existencia de niñas y niños sometidos a la explotación sexual como de quienes son brutalmente afectados por el tráfico de órganos.

Difícil olvidar la mirada fija y oscura de niños amarrados a la espalda de sus madres mientras ellas trabajan en los cruceros. Allí están, como joroba amorosa, a todas horas, al sol inclemente o al frío severo. Niños postergados, olvidados, vilipendiados por la sociedad y que tienen (tanto niños comos sociedad) un futuro de pronóstico reservado. Son esos niños que junto con muchos otros -tal como anota Renato Leduc- no tienen Reyes.

Yo vivía en un edificio de la calle de Artes, y una mañana de un día de Reyes, le pregunté con mi mayor dulzura a una de las hijas de los porteros:
“Mariquita, ¿qué te trajeron los Reyes?”
La mocosa, que no tenía más de seis años y no levantaba del suelo más allá de un metro, me contestó con la mayor ingenuidad del mundo:
“Ay señor Renato, ¿usted es o se hace?... ¿Qué acaso no sabe que esos cabrones nomás les traen juguetes a los niños ricos y que de nosotros los jodidos nunca se acuerdan?”

También están los niños que trabajan en el campo. Muchos son de origen sureño y acompañan a sus padres en la marcha hacia el norte; estos migrantes cuando llegan a destino extrañan su comunidad, lengua, costumbres y viven en condiciones de hacinamiento.

Hace algunos años por razones accidentales llegué a un campamento de trabajo agrícola en el valle de Mexicali. Allí vivían aproximadamente 700 personas que se ocupaban de la recolección del cebollín, la jornada daba inicio a eso de las 7 de la mañana para culminar aproximadamente a las 17 hr. Durante el verano en estos campos la temperatura puede alcanzar los 45 grados, el calor resulta insoportable. Una pequeña pero persistente brisa es suficiente para permitir que a lo largo de la jornada laboral vuele tierra con los problemas de salud que ello implica. En algunos campos, me comentaron, las avionetas fumigan con productos tóxicos.

Allí estaban todos los integrantes de la familia trabajando sentados en el suelo. Ancianos, adultos, mujeres con embarazos avanzados, jóvenes. Los más pequeños eran unos cuantos bebés con el dudoso privilegio de estar durante toda la jornada laboral, en una sillita o bien sobre una tela tendida en el campo, ocupados con algún viejo juguete.

A partir de los siete u ocho años, las niñas y niños comienzan a laborar. En muchos casos sus rostros reflejan una tristeza impropia para su edad, niños con miradas de adultos (desanimados). Por supuesto que en la lista de jornaleros no figuran niñas y niños porque legalmente no pueden laborar. En algunos lugares se les paga el equivalente a 15 pesos diarios (lo que equivale a menos de un dólar). Los capataces de estos campos de trabajo se incomodan cuando llega el visitante y mucho más aún cuando pregunta o pretende tomar fotos.

Pocas veces como en esos campos de trabajo sentí que la realidad rompía mis ojos pero confieso con vergüenza que luego mis ojos fueron olvidando aquello. Difícil luchar contra la propia ceguera o intentar que los ojos no dejen de tener memoria. Triste pero frecuente que la mirada se vaya acostumbrando a lo que jamás debería.

Esther Padilla, quien trabaja en un programa de la Secretaría de Educación Pública que pretende la escolarización de niños jornaleros en diversas zonas del país, me comentó que Jesús es uno de estos niños que trabaja en la cosecha de jitomate. Su función es recolectarlos en cubetas para después vaciarlos a cajas. Cuando le preguntaron cuántas cajas llenaba al día, respondió: “Cuando no veo estrellitas lleno cinco o seis cajas, pero cuando las veo me caigo y ya no puedo seguir hasta que me despierto”.

Me ha tocado tener como compañeros de vuelo con rumbo al norte a niños que van a Cd. Juárez, a Tijuana, a Mexicali, a Hermosillo, con la esperanza de pasarse para el otro lado. Llevan ropa de estreno, una cachucha con el logo de algún equipo de béisbol. Viajan con dosis equivalentes de temor y esperanza. Tan chicos y ya son depositarios de la confianza de su familia, que con enorme esfuerzo juntó unos pesos para enviarlos al otro lado. Cuando llegan al aeropuerto de destino tienen que pasar por la mirada escrutadora de agentes de migración connacionales que los ven, al decir de Gabino Palomares, “como extraños por su tierra”.

Y si asiste razón a quienes dicen que el futuro de una sociedad se puede pronosticar por el tipo de vida que la misma ofrece a sus niños, empecemos a temblar. Y lo que es más importante, hagamos algo para cambiar esta incalificable situación.

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