martes, 10 de marzo de 2015

Pedro Garfias, poeta del exilio

Muchos fueron los exiliados españoles que arribaron a México en tiempos de la Guerra Civil y que, con el paso de los años, dejarían una profunda huella cultural en el país que tan generosamente les brindó acogida. Entre otros personajes  destaca el poeta Pedro Garfias quien había estado previamente en Escocia, etapa de la que Pablo Neruda (“Confieso que he vivido. Memorias”) selecciona un singular episodio.

(…) Otra historia que recuerdo con gran emoción es la del poeta andaluz Pedro Garfias. Fue a parar en el destierro al castillo de un lord, en Escocia. El castillo estaba siempre solo y Garfias, andaluz inquieto, iba cada día a la taberna del condado y silenciosamente, pues no hablaba el inglés, sino apenas un español gitano que yo mismo no entendía, bebía melancólicamente su solitaria cerveza. Este parroquiano mudo llamó la atención del tabernero. Una noche, cuando ya todos los bebedores se habían marchado, el tabernero le rogó que se quedara y continuaron ellos bebiendo en silencio, junto al fuego de la chimenea que chisporroteaba y hablaba por los dos. Se hizo un rito esa invitación. Cada noche Garfias era acogido por el tabernero, solitario como él, sin mujer y sin familia. Poco a poco sus lenguas se desataron. Garfias le contaba toda la guerra de España, con interjecciones, con juramentos, con imprecaciones muy andaluzas. El tabernero lo escuchaba en religioso silencio sin entender naturalmente una sola palabra. A su vez, el escocés comenzó a contar sus desventuras, probablemente la historia de su mujer que lo abandonó, probablemente las hazañas de sus hijos cuyos retratos de uniforme militar adornaban la chimenea. Digo probablemente porque, durante los largos meses que duraron estas extrañas conversaciones, Garfias tampoco entendió una palabra. Sin embargo, la amistad de los dos hombres solitarios y en su idioma, inaccesible para el otro, se fue acrecentando y el verse cada noche y hablarse hasta el amanecer se convirtió en una necesidad para ambos. Cuando Garfias debió partir para México se despidieron bebiendo y hablando, abrazándose y llorando. La emoción que los unía tan profundamente era la separación de sus soledades. -Pedro -le dije muchas veces al poeta-, ¿qué crees tú que te contaba? -Nunca entendí una palabra, Pablo, pero cuando lo escuchaba tuve siempre la sensación, la certeza de comprenderlo. Y cuando yo hablaba, estaba seguro de que él también me comprendía a mí.

Pedro Garfias llegó a Veracruz el 13 de junio de 1939 a bordo del barco Sinaia junto a otros 1,600 refugiados españoles procedentes de Francia. En esa misma travesía escribió un poema que expresaba su anhelo de regresar a España dado que, como tantos otros exiliados, venía con muchas ganas de volver.

Qué hilo tan fino, qué delgado junto
-de acero fiel- nos une y nos separa
con España presente en el recuerdo,
con México presente en la esperanza.
Repite el mar sus cóncavos azules,
repite el cielo sus tranquilas aguas
y entre el cielo y el mar ensayan vuelos
de análoga ambición, nuestras miradas.
España que perdimos, no nos pierdas;
guárdanos en tu frente derrumbada,
conserva a tu costado el hueco vivo
de nuestra ausencia amarga
que un día volveremos, más veloces,
sobre la densa y poderosa espalda
de este mar, con los brazos ondeantes
y el latido del mar en la garganta. [...]

Poco a poco el poeta le fue encontrando el sabor a México en general y al tequila en particular, tanto que al decir de Eulalio Ferrer: “Como tomador de tequila, el Indio Fernández tenía un parigual: Pedro Garfias.” Por lo general se le veía acompañado por su soledad y había momentos en que desaparecía, tal como lo narra Paco Ignacio Taibo I
 
De pronto un día iba yo descubriendo que ya hacía tiempo que no veía al poeta, y es que desaparecía por semanas, viajaba hacia Monterrey, se hundía en otro lugar de la provincia.
-¿Y Pedro Garfias?
-Quién sabe.
Una vez le dije que había encontrado en una librería del centro uno de sus viejos libros (acaso fue Primavera en Eaton Hastings) y que quería que me lo firmara.
Me dijo que sí, que lo firmaría otro día. Pero poco después volvió a desaparecer.
Sus admiradores del bar de “El Hórreo” lo contemplaban con un respeto silencioso y temeroso; era como la sombra de un poeta maldito que nos hubiera llegado del pasado. Aun aquellos que jamás lo habían leído lo observaban a distancia. Incluso los meseros tenían para Pedro una muy especial deferencia.
-¿Lo mismo de siempre, don Pedro?
Él movía la cabeza como muy apesadumbrado. Y el mesero iba a lo suyo con la diligencia de quien sabe que en esos momentos su oficio es esencial.
Nunca lo vi entrar en el lugar acompañado de otra persona: llegaba solo y se iba solo. Una vez me miró de frente a la cara, fijamente, y descubrí que sus ojos parecían tartamudear y luego deambular cada uno por su lado. Sensación angustiosa que jamás se me fue de la cabeza.
Pero lo que recuerdo con más claridad era aquella advertencia entre misteriosa y reverencial.
-Ahí está Pedro.

En las reuniones de los exiliados solía agradecerse la hospitalidad de México al mismo tiempo que se cultivaba la nostalgia. Así lo cuenta Paco Ignacio Taibo I, protagonista de aquellos encuentros.
 
Durante muchos años el exilio español reconstruía en la ciudad de México su doloroso lugar de origen, y ya en la noche se cantaba la Internacional y alguien le pedía a la mejor voz de la fiesta que recitara a Pedro.
Y siempre se decía el mismo poema y hasta los hombres volvían a sentir un dolor en el pecho y en los ojos lágrimas.
El poema era de Pedro Garfias y éste lo había escrito en la cubierta del barco Sinaia, que los venía trayendo hacia América.

Qué hilo tan fino, que delgado junco
(de acero fiel) nos une y nos separa
con España presente en el recuerdo
con México presente en la esperanza.

Ese mismo día, mientras Garfias en el barco iba escribiendo el poema, un pintor asturiano, Germán Horacio, le hizo un apunte a lápiz sobre una cuartilla de papel barato que el tiempo fue volviendo un apagado color crema.
El lápiz trazó muy pocas líneas, pero Garfias quedó fijado en un gesto exacto. Germán Horacio se fue a morir en la ciudad de México y su viuda, Florinda, que había nacido en Gijón, me regaló el apunte.
El dibujo está firmado (1939) y al pie dice: “Pedro Garfias. Poeta”.

El poeta murió en Monterrey el 9 de agosto de 1967 y sus amigos se negaban a dejarlo morir en su recuerdo. Una vez más acudimos al relato de Paco Ignacio Taibo I

Un poema de Pedro, al que otro Pedro (Ávila), puso una bella música, termina pidiendo:  

Pueblo mío desgarrado
voz que revienta en sollozos
dejadme morir del todo.
 
Pero no lo vamos a dejar morir.
Eulalio Ferrer me acaba de enviar una cinta magnetofónica en la que Pedro Garfias dice sus propios poemas. En este momento lo estoy escuchando y está más vivo que nunca.

La voz de Pedro Garfias sigue viva y muestra de ello es la versión de “Asturias” interpretada por Victor Manuel  https://www.youtube.com/watch?v=2F-sV5tHiTQ

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