jueves, 15 de mayo de 2014

El teatro de la política


Difícil saber si las múltiples vicisitudes que tienen lugar entre los integrantes de la llamada clase política (y que nos llegan por mediación de los medios, con perdón de la redundancia) son expresión de la realidad o forman parte de una cuidadosa puesta escena. Un gran conocedor del teatro como lo es Fernando Fernán Gómez comparte sus reflexiones  y un aspecto que destaca tiene que ver con que en este caso no se trata de asistencia –y menos aún de permanencia- voluntaria.

(…) hay otro teatro, otra enorme y múltiple sala de espectáculos a cuyas representaciones en sesión continua el inerme público asiste aun sin proponérselo, sin derecho a elegir en la cartelera, y en muchos casos sin que una particular afición le lleve a él: el teatro de la política.

Eso sí, Fernán Gómez reconoce que la propuesta escénica es sumamente variada, tanto que es posible recorrer un amplio espectro de posibilidades.

Ofrece cotidianamente dramas, comedias, farsas, y de vez en cuando tragedias, sainetes, esperpentos. Cuenta, como el de Grecia, como el de plazas y corrales y como el burgués, con sus autores y sus intérpretes (y, según propagan algunos maliciosos, también con sus empresarios).

Ahora bien, como es de conocimiento público en el medio actoral existen intrigas, celos, rivalidades, disputas por los papeles protagónicos, todo lo cual en ocasiones se pone mejor que las propias obras que representan. Lo mismo acontece, según Fernando Fernán Gómez, en el teatro de la política.

Sorprende al espectador ingenuo la opinión que los personajes del drama político suelen tener de sus colegas, de sus compañeros de reparto.
En el Parlamento, en mítines, en cenas, en conferencias, en coloquios de televisión, en interviús y artículos de prensa, el verbo de muchos políticos es con frecuencia irascible, agresivo, despectivo, descalificador, insolente, denunciatorio.
La gente de la calle, el inmenso público de este teatro, se pregunta perplejo, si esos hombres tienen esas opiniones unos de otros, cómo no se arrojan feroces contra el oponente y hay cada día dos o tres estrangulamientos.

Y es así que, tal como sucede en toda obra sobreactuada, uno termina por no creerle a los actores que representan su papel en forma tan poco convincente. Y es allí que Fernán Gómez reivindica el derecho a la sospecha: “O que si lo que sucede es que para regocijo del pueblo llano están representando una divertida farsa bufa.”

Cabe aclarar que en el teatro de la política los papeles se invierten y en muchos casos son los actores quienes se burlan del público. Lo grave es que en  ocasiones no existe para los espectadores una salida digna por lo que es preferible –tal como lo menciona Fernán Gómez- la opción menos mala.

Más deseable, desde luego, sería el segundo supuesto que el primero, porque cuando los prohombres sienten ganas de abalanzarse los unos contra los otros ya sabemos que acaban dando un fusil a cada joven, la mayoría de los cuales, por imposibilidades de la edad o económicas, no dominan la intrincada materia que los políticos con tanta eficacia manejan.

Y a la hora en que los espectadores exigen saber quiénes son los responsables de tantas injusticias cotidianas, no es raro que el coro de políticos, ahora devenidos en actores, respondan al unísono: “¡Fuenteovejuna, señor!”

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