martes, 18 de febrero de 2014

Mamá Carlota


El Imperio de Maximiliano ha sido objeto de muchos estudios de carácter histórico y político que analizan su origen, desarrollo y caída.

La atención de los estudiosos ha detenido también en la personalidad de Maximiliano. Otro tanto ha sucedido con su esposa Carlota, personaje que por muchos motivos se vuelve interesante. Por supuesto que como suele acontecer en estos casos no fueron pocos quienes quisieron por todos los medios lograr acercamientos con esta aristocracia de importación; Roberto Blanco Moheno proporciona un ejemplo de ello. “(...) Esta nuestra grotesca ‘sociedad’ ya es célebre en el mundo, aunque tal celebridad sea más triste que la de doña Romualda Rodríguez de la Fuente y de la Reguera de Sánchez de Tagle, que dispuesta a ser muy de sociedad, allá en Morelia, le preguntó al buen hombre de Maximiliano, cuando su Imperio de opereta: ‘¿Y cómo está Carlotita?’.”

La labor social de Carlota fue intensa y Refugio Bautista Zane alude a ello.  "Se vestía de campesina cuando visitaba a los pobres. Entre otras obras de beneficencia, fundó la Casa de Maternidad e Infancia, por lo cual pronto fue llamada Mamá Carlota". Por su parte María del Pilar Montes de Oca Sicilia traza una semblanza de ella.  

María Carlota Amelia Victoria Clementina Leopoldina (1840-1927) era hija de Leopoldo I, príncipe de Sajonia-Coburgo y rey de Bélgica, era prima de la reina de Inglaterra y del conde de París, y hermana del duque de Brabante, conquistador del Congo, reconocido por su astucia, su inclemencia y su sangre fría. Vamos, era un noble de verdad; una princesa en toda la extensión de la palabra. Pero tuvo a mal casarse en 1857, a los escasos 17 años de edad, con el gran amor de su vida, el archiduque de Austria, príncipe de Hungría, de Bohemia y Lorena y conde de Habsburgo: Fernando Maximiliano José (1832-1867). Y éste, a su vez, tuvo a mal aceptar el trono de México en 1864, bajo el Convenio de Miramar, cuando Napoleón III decidió invadir el territorio mexicano al enterarse de que Juárez suspendería el pago de la deuda externa.
Y ahí empezó la desdicha de ambos: Maximiliano fue mandado fusilar por Juárez en Querétaro, tres años después y Carlota transformó su pena en locura pues en ella, la pena se transformó en locura. Porque todos sabemos que Carlota se volvió loca y vivió hasta los 87 años recluida y sola, la mayor parte del tiempo, en el Castillo de Bouchout, en Bélgica.

Es así que con el paso del tiempo Carlota manifestó síntomas de severos problemas mentales (tal vez hoy se diría que tenía algunas características propias de  enfermos bipolares). Muchos autores buscaron esclarecer el origen de los males que la afligían. María del Pilar Montes de Oca Sicilia enuncia algunas hipótesis.

Sin embargo, ¿cuál fue la causa? Tal vez, y muy probablemente, el fusilamiento de su amado “güero” a manos de los republicanos juaristas; aunque quizá también contribuyó el pinolillo* que le comió las piernas cuando llegó a Veracruz; la salmonela, que adquirió al poco tiempo de vivir en el Castillo de Chapultepec y, sobre todo, el tener que tratar durante dos años con un montón de damas de sociedad advenedizas, que se creían nobles o intentaban serlo, se vestían de forma cursi y recargada, imitaba todo lo extranjero y afrancesado –tal y como hoy la clase alta emula todo lo gringo-, hablaban una lengua que ella no entendía y que, tarde tras tarde, a la hora del té, sopeaban el pan en el chocolate, haciendo ruidos zoológicos y dejando en su vajilla de porcelana unos grumos repugnantes.

Pero las consideraciones en torno al origen de este padecimiento han sido variadas. Alejandro Rosas retoma las especulaciones realizadas por Concha Lombardo de Miramón.

(…) Concha Lombardo de Miramón había descrito lo que, a su juicio, originó la locura de Carlota. “Probablemente los grandes estudios que había hecho y que son superiores a la capacidad de la mujer, lastimaron su cerebro unido esto a su grande orgullo, al ver que se desplomaba el trono en que había subido, determinaron la completa descomposición de su naturaleza y perdió el juicio”.

Por otra parte el prestigioso cronista Egon Erwin Kisch  también se interesó en el tema.

La enfermedad mental de que se vió atacada en México y en que acabó sus días la Emperatriz Carlota (…) ha hecho que fuesen acusados como causantes de la locura toda una serie de venenos.
Los motivos para el atentado, no faltaban; más bien podría decirse que sobraban. Carlota preparaba su partida de México en el verano de 1866, es decir, cuando ya el imperio de su marido Maximiliano se hallaba irremisiblemente perdido, cuando el reembarco de las tropas expedicionarias francesas era cosa decidida y el país entero estaba al lado de Benito Juárez. La eliminación de la extranjera, que espoleaba a su débil marido a resistir, prolongando con ello la guerra civil, tenía que ser por fuerza ardientemente apetecida, ya desde antes, por los patriotas mexicanos. Y ahora más que nunca, para quienes supiesen que se disponía a cruzar el océano con la ambición de poner en pie de guerra nuevos ejércitos extranjeros y lanzarlos a una nueva intervención sangrienta contra el pueblo de México.
El veneno debió de serle administrado poco antes de embarcar. El primer síntoma de locura se manifiesta desde luego, en la ciudad de Puebla, donde Carlota se detiene a pernoctar en su viaje al puerto veracruzano. En medio de la noche, despierta a su servidumbre y se encamina con ella a la residencia del que fuera prefecto imperial de aquella ciudad, trasladado ahora a Veracruz. La Emperatriz hace que le abran las puertas de la casa vacía, recorre todas las habitaciones y retorna a sus aposentos sin dar la menor explicación acerca de aquella extraña visita. Tres días más tarde, el 13 de junio de 1866, ya en la pasarela del barco Impératrice Eugénie que ha de conducirla a Europa, divisa la bandera francesa ondeando en el mástil. Se niega a embarcar, se va corriendo a las oficinas de la dirección del puerto y exige en un tono de extrema irritación que sea arriada la bandera francesa y se icen los colores mexicanos. La complacen en su petición y parte de México.
Dos días después de desembarcar en tierras de Europa, su locura se manifiesta por síntomas todavía más acusados. Durante su entrevista con Napoleón III, algunas de las personas que se pasean por el parque de Saint Cloud, oyen sus gritos estridentes y alcanzan a comprender estas palabras: “¡Sire, me han envenenado!” El 27 de septiembre, al ser recibida en audiencia por el Papa, repite la misma acusación, pero ahora dirigida contra Napoleón III. Al día siguiente, su coche se acerca a la puerta del Vaticano; Carlota se baja de él, despide al cochero, sube volando las escaleras, se arroja a los pies de Pío IX y le suplica que la deje pasar la noche en el palacio pontificio, pues sólo allí se siente segura de los agentes enviados por Napoleón para asesinarla. Todos los esfuerzos de alejarla por las buenas o por las malas se estrellan contra su resistencia. Por último, no hay más remedio que instalarle una cama en la biblioteca del palacio. Las actas en que se registra este episodio, hacen constar que Carlota es la única mujer que ha pernoctado jamás en el Vaticano. Los médicos que examinan su estado dictaminan que Carlota se halla encinta.
Aquí hay otro tema sobre el que se han hecho múltiples conjeturas. ¿Quién fue el padre del hijo de Carlota? El hecho no sólo es relevante en tanto a la biografía de la emperatriz y Egon Erwin Kisch aborda la cuestión. 
¿Psicosis de embarazo? La llevan primero a Miramar y luego la instalan en su castillo de Bouchotte, cerca de Bruselas. La corte rigurosamente moral de su hermano Leopoldo II de Bélgica, rey rodeado de queridas, atribuye el estado de Carlota a la circunstancia atenuante de que le administraron en México un estupefaciente, aprovechándose luego de su inconsciencia para violarla. Se confía en que su psicosis desaparecerá al terminar el embarazo.
El niño nace el 12 de enero de 1867. En las capitulaciones matrimoniales celebradas diez años antes, se había regulado la herencia partiendo de la base de que Maximiliano se hallaba irremisiblemente incapacitado para tener hijos. Los consejeros discuten ahora, sin embargo, si será conveniente pasar al recién nacido por hijo legítimo de Maximiliano, que permanece en México, completamente ajeno a aquel parto. Por último, deciden no dar al niño el nombre de Maximiliano, sino un nombre equívoco, un poco cercano a él, y le bautizan con el nombre de “Máximo”. Se le entrega para que lo adopte a un notario llamado Weygand, en un pueblecillo de la frontera franco-belga. Más tarde, es enviado a un Instituto Militar francés; las matrículas y el equipo, corren de cuenta de la corte de Bruselas. Medio siglo después de su nacimiento, en la primera guerra mundial, Máximo Weygand se ve convertido en jefe del Estado Mayor de Francia. Su madre vive todavía y aun no se ha curado de su locura. No se trataba, pues, de una psicosis de embarazo.
El tema también interesó al escritor gallego Álvaro Cunqueiro quien enuncia una serie de suposiciones.

Como ustedes saben, Maximiliano de Austria y Carlota de Bélgica se casaron enamorados y a esta pareja -el proceso sería muy largo de explicar- le vino a caer sobre su cabeza -sobre su corazón ambicioso también- la corona imperial de México. (…) Iba mal el Imperio de México, e iba mal el matrimonio. Maximiliano y Carlota llegaron a vivir separados, y sólo los unía la ambición, aquella fragilísima corona imperial. Ninguno de los dos quería que una revuelta se la arrebatase de la cabeza. Por eso André Castelot ha tenido razón al escribir la biografía de esta pareja Maximiliano y Carlota. La tragedia de la ambición. Pese a la desunión matrimonial, Carlota decide en la primavera de 1866 viajar a Europa y pedir ayuda a Napoleón, a su cuñado el emperador de Austria, a Bélgica... Pero, antes de regresar a Europa, da un paseo en barca por el lago de Chapultepec, en una barca llena de flores, y acompañada de un oficial de la Corte Imperial. Parece ser que es la única vez que han estado juntos. Pues después del viaje, ya en palacio, algo sucede. Carlota regresa a Europa, sus peticiones de ayuda son un fracaso, se refugia en el castillo de Miramar, en Trieste, el castillo de la luna de miel de Maximiliano, y da a luz un niño. Ya Carlota está medio loca, aunque todavía tiene ráfagas de lucidez. El niño va a ser inscrito en el Registro, en Bruselas, como hijo de padres desconocidos. Llevará el apellido del ama de cría que le estaba destinada antes mismo de que naciera: Weygand. El niño será el generalísimo de los ejércitos franceses, Maxime Weygand. Que Weygand era hijo de la emperatriz Carlota se confirma cuando la corte de Bélgica le invita a asistir al entierro de la que fuera emperatriz de México, y que había vivido en un castillo belga, durante más de medio siglo, en la locura total. Pero, ¿y el padre?
Se hicieron docenas de suposiciones, que al final hubieron de ser rechazadas. Se llegó hasta suponer que Carlota se había ofrecido a un rebelde mexicano a cambio de su ayuda. Novelerías. Un día, André Castelot, hablando con el rey Leopoldo III de Bélgica, escucha de labios de éste la tajante afirmación:
-Weygand es hijo del general Van der Smissen. 
Una docena de fotos muestra que Weygand era el vivo retrato de su padre. Que era el oficial del paseo en barca por el lago. Todo pudo tener que ver con el asunto: la luna que sale, una música que hace brotar de dos bocas al mismo tiempo la sonrisa, una mano que por casualidad encuentra una mano... Y ella ya estaba de la locura, desesperada. Castelot y los que se han preocupado de la pareja imperial encuentran a la cuestión difícil explicación. Y yo, en cambio, lector de erótica oriental, china y japonesa, se la encuentro fácil: el poder afrodisíaco de un paseo en barca por las tranquilas aguas de un lago, a la luz de la luna. Sin contar, añadiéndoles política al asunto, el problema de la sucesión imperial. En una hora de locura Carlota habrá pensado en la necesidad del heredero, del heredero que no sabía hacerle Maximiliano y ahora mismo tenía a su alcance a aquel militar, pequeño de talla, muy perfumado, quien en su sueño de loca se iría reduciendo de tamaño, hasta ser casi un niño, un niño que la sonreía, la abrazaba, la llamaba mamá.
Ni se fijaba Carlota en el bigotito de Van der Smissen. Tenía sobre ella aquel peso dulcísimo, que la adormecía y la excitaba a la vez. Y pasó lo que pasó. Claro que, insisto, con la preparación del paseo en barca por el lago.

El asunto no es de fácil esclarecimiento ya que existen varias hipótesis. Guadalupe Rivera Marín, hija de Diego Rivera, aporta la suya.

La rama familiar de los Rodríguez ofreció a Diego Rivera muchos temas para sus comentarios, sobre todo la vida de los tres hermanos de su abuela, Joaquín, Mariano y Feliciano Rodríguez. Le atribuía a uno de ellos, al tío Feliciano Rodríguez, coronel al servicio del Emperador, haber tenido relaciones amorosas con la emperatriz Carlota y en consecuencia ser el padre del que posteriormente sería héroe de la Primera Guerra Mundial, el general Maxim Weygand, de quien se dice fue hijo de la trágica princesa belga. A este respecto el pintor relata haberse entrevistado en 1918 con el General; el encuentro ocurrió en el sur de Francia, concretamente en Périgueux; el tío identificó al sobrino saludándolo con las siguientes palabras: “Hombre Dieguito, eres tú. Ven a darme un abrazo... ¿Cómo está tu madre, y Cesárea, tu tía? ¿Qué me dices de mi buen amigo Ramón Villar García, su marido?”

Antes de sacar conclusiones conviene aclarar que tan grande fue el reconocimiento a Diego Rivera en su calidad de artista como en cuanto a ser muy fantasioso en muchos de los acontecimientos que describía en sus frecuentes referencias autobiográficas.



* insecto muy pequeño que se mete en la piel por varios días causando muchísima comezón. Es llamado así por su parecido con el polvo de pinole.

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