martes, 21 de agosto de 2012

Un colega inesperado

Es lugar común la afirmación de que Argentina en general, y la ciudad de Buenos Aires en particular, son espacios en que la llamada cultura psi ha adquirido mayor difusión que en otros rumbos. No sé si ello se sustenta en la realidad o simplemente reproduce uno de los tantos estereotipos en circulación. Lo cierto es que en este entorno se han popularizado términos como “conflictuado” que, de acuerdo con Héctor Zimmerman, el psicoanálisis puso de moda y Adolfo Bioy Casares ridiculiza por considerarlo rebuscado (sin embargo hay que reconocer que da cuenta precisa de la circunstancia en que el conflicto con todos sus bártulos echa raíces, cuando menos por un tiempo, en la vida de cualquiera de nosotros). Tampoco faltan frases ingeniosas como la de Héctor Yánover “(…) actualmente, si no sos un poco esquizofrénico y un poco psicópata, te volvés loco.” Y menos aún podrían ausentarse chistes como el de Perich: “Yo tenía un complejo de Edipo tremendo, así que fui al psicoanalista. Y me lo curó. Desde entonces el psicoanalista es como una madre para mí.”

Pues bien, en relación a este tema hemos seleccionado algunos acontecimientos de la vida cotidiana que de una u otra forma tienen que ver con el mundo de la psicoterapia y son dignos de ser citados.
El escritor español Manuel Vicent comenta que en una de sus visitas a Buenos Aires concurrió al café-concert de la librería Clásica y Moderna. Le sorprendió gratamente que la gente que allí estaba lo reconociera enseguida pero lo que nunca imaginó fue que la explicación al por qué de aquella fama súbita, la encontraría al dirigirse al baño.

En la puerta del retrete de caballeros me encontré con la foto de mi rostro de regular tamaño, sin más explicaciones. Se supone que en ese espacio mi imagen era el símbolo de una parte excretoria de la fisiología masculina, la más secreta y solo debido a eso yo era famoso entre los dependientes y la clientela habitual del establecimiento. Una mezcla de vanidad y decepción se apoderó de mi ánimo. El asombro al verme entrar en el café no se debía a que yo hubiera escrito un libro o algún artículo memorable. Simplemente yo era el señor cuyo rostro estaba en la puerta del retrete de caballeros, un espacio angosto y unipersonal, que en ese momento estaba ocupado. Quise usarlo.
Mientras esperaba mi turno pensé que, sin duda, yo era el monarca absoluto que daba entrada al lavabo de caballeros, un reino de apenas tres metros cuadrados. Después pasé por la prueba de entrar en mi propio reino para ejercer mi función real y el tipo que estaba dentro, al salir, se tropezó con la visión de mi rostro y lanzó un grito de pánico como si acabara de ver un fantasma.
Presa del impacto y el desconcierto, Vicent buscó una opinión autorizada que le ayudara en su interpretación.
Consulté el caso con mi psicólogo, que es argentino, valga la redundancia. En principio yo no sabía si mi foto pegada a la puerta de un retrete de caballeros debería ser tomada como un homenaje o como una forma de mandarme a la mierda. El psicólogo me dijo que servir de guía a los hombres en ese momento era un reconocimiento más importante que cualquier medalla.
Por otra parte, es sabido que existen personas a quienes los largos años de estudio y especialización han ido acercando a una actitud pedante y ensoberbecida (dicho sea esto sin menoscabo de su reconocida trayectoria profesional). En el lado opuesto se sitúan los intelectuales que, habiendo renunciado a la peregrina idea de llegar a respuestas finales en lo que a la condición humana se refiere, son alérgicos ante tanta solemnidad. Uno de ellos, el escritor Isidoro Blaisten cuenta su experiencia a este respecto.
Yo soy muy ordenado (…) tengo cajas y cajitas para todo. Hace un tiempo, vino a visitarme un matrimonio: ella, argentina, psicoanalista, y él, francés, profesor de la Sorbona. Él hablaba un español magistral. Los hice pasar a mi estudio. Por ese entonces estaba terminando los cuentos de “Al acecho”. Yo nunca tiro ninguno de los papeles con los que trabajo mientras escribo, porque supongo que si no sirven para un libro, servirán para otro. Por eso vieron una caja grande que decía “descartes”. “Oh, no me diga que usted es especialista en nuestro filósofo también”, se impresionó el francés. Yo me sentí un miserable, porque en lugar de explicarle la confusión, le dije: “Modestamente”.
Asimismo en las diversas profesiones (científicos, médicos, ingenieros, arquitectos, profesores, etc.) existe una conciencia gremial, en ocasiones corporativa, que suele no estar exenta de cierto sentimiento de superioridad en relación a los demás mortales. Pues bien, llegados a este punto merece destacarse lo acontecido a Jorge Luis Borges en relación a ello y que conocemos por medio de María Kodama.
Hubo un congreso organizado por psicoanalistas de altísimo nivel mundial y de todas partes del mundo. Y fue muy gracioso porque el que organizaba dijo en la sesión inaugural: “Queremos decirle que usted (refiriéndose a Jorge Luis Borges) es el único escritor que hemos invitado. Aquí todos somos psicoanalistas. ¿Qué piensa usted de eso?”. Y Borges, con una voz encantadora y sonriendo dijo: “Bueno, entonces estoy entre mis pares. ¿Acaso no es la psicología una rama de la literatura fantástica?” Todos gritaban, silbaban, aplaudían y él se divertía muchísimo. Borges pensaba que lo que había que hacer en la vida era procurar pasársela bien.
No cabe duda de que solamente a los grandes les fue dado este don de salir airosos luego de provocar, estando en notable desventaja numérica, a tan selecto auditorio.

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