viernes, 25 de febrero de 2011

Cazadores de autógrafos

Ilustración: Margarita Nava
Aun cuando la búsqueda de autógrafos constituye una costumbre vigente, es claro que sus mejores días ya han pasado. Me refiero a cuando a esta actividad se le dedicaban afanes propios de mejores causas y los coleccionistas andaban al acecho con libros reservados para tal fin. Fernando Fernán Gómez rememora esos tiempos.
Los antiguos coleccionistas de autógrafos, de los que he alcanzado a conocer a muy pocos, solían ser personas muy distinguidas. O, por lo menos, eran distinguidos los álbumes que presentaban al solicitar la firma del personaje más o menos famoso.
A veces, uno se quedaba como atemorizado, disminuido, ante la responsabilidad de dejar correr la pluma por una de las hojas de aquel álbum que el coleccionista desenvolvía, cuidadoso, pulcro, en nuestra presencia y que, después de inspeccionar el ámbito con mirada inquisitiva, depositaba sobre el mueble más limpio, más exento de cacharros que pudieran ocasionar un accidente.
Recuerdo haber abierto un álbum que llevó un señor a mi camerino del teatro de la Comedia, de Madrid, hace muchos años, cuando representaba la comedia de Carlos Llopis La vida en un bloc. En la primera hoja, amplia, blanca, impoluta, de noble papel, se leía una sola palabra, centrada: «Serenidad».
Más abajo, hacia la derecha, la firma: «Azorín».
Pasé aquella primera página, y en la segunda leí: «Por el ojo divino se asoma la serpiente y encuentra que el mundo está bien hecho». Y la firma: «Vicente Aleixandre».
Había que atarse los machos para atreverse a tomar la pluma impregnada en indeleble tinta china que el distinguido coleccionista ofrecía -el distinguido coleccionista iba provisto de álbum encuadernado en piel, tinterito y pluma-, y ensuciar para la posteridad una de aquellas páginas.
Se le iban a uno los recuerdos a esas pequeñas joyas poéticas ocasionales dejadas caer como si nada en álbumes de ignotas señoritas por Juan Ramón Jiménez, por Rubén Darío... Álbumes en los que cualquier autógrafo solicitado en un baile, en una recepción, en una visita, aspiraba a ser el día de mañana tan evocador como unos pétalos secos entre las hojas de un libro.
Por lo general este tipo de coleccionistas de autógrafos se especializaban en una línea: jugadores de fútbol o artistas. Pero también existía otra variante representada por quien cargaba permanentemente su libro de autógrafos pronto para lo que se ofrezca. A la menor provocación pedía su firma al personaje de marras. Esta variedad no manifiesta preferencia alguna al juntar firmas de escritores, boxeadores, artistas, cantantes, líderes religiosos, toreros, políticos, figuras de la radio y posteriormente de la TV, etc. 

Nicolás Alvarado se pregunta el por qué de esta costumbre de coleccionar autógrafos y narra su experiencia de estar cerca de un famoso.
¿Que por qué hace eso la gente? Lo ignoro -yo mismo nunca he pedido a alguien me firme una libreta- pero especulo: por rozar un momento la fama, por presumir de haber compartido un instante (aun si fugaz) con el famoso (aun si el famoso no habrá de compartir el instante, ya sólo porque jamás lo recordará).
Así, por ejemplo, el lunes pasado, cuando asistí a la inauguración de Lilit, el bar de mis amigos Fernando Llanos y Héctor Falcón, quienes no por encontrarse a la vanguardia del arte contemporáneo están para los trotes concomitantes al punchispunchis, por lo que han decidido promover lo que se antoja una especie en extinción: un sitio donde se pueda beber y conversar.
Muy agradable todo. Muchos amigos. Incluido Guillermo Arriaga, que es buen amigo de Fernando (y por cierto también buen amigo mío) y quien decidió a su vez invitar a un buen amigo suyo, de visita en la ciudad. Yo daba la espalda a la puerta cuando se produjo la entrada más conspicua de la noche pero no por ello me la perdí; ipso facto comenzó a oírse un rumor falsamente quedo: “¿Ya viste, güey? ¡Es Tarantino! ¡No mames: ¡Tarantino! ¿Tarantino? ¡Tarantino! Viene con Arriaga, güey. ¡Tarantino! ¡Mira, Tarantino!”.
Y, sí, cuando pasó frente a mí -porque huelga decir que torcer la cabeza para verlo me habría parecido una majadería-, pude constatar que, en efecto, era Quentin Tarantino. A quien admiro mucho (snob que soy, diré que mi favorita de entre sus películas es Jackie Brown) y con quien acaso me habría gustado conversar, pero no desde la identidad -si es que eso es una identidad plausible- del fan. Mientras las hordas se abalanzaban hacia el rincón que presidía el gringo, con los “¡Guillermo, preséntame a tu amigo!” como ruido de fondo, di el último sorbo a mi copa, tomé mi gorra, me levanté, salí a la acera, entregué mi boleto al valet parking. Mientras aguardaba yo a que me trajeran el auto, sentí una palmadita en el hombro: era Arriaga, solo. “¿Qué ya no saludas, Alvarado?”. “Pues es que tú ya sólo te codeas con las estrellas, maestro”. Risitas y abrazo tronado, sincero. Le agradezco la deferencia. Es un caballero. Pero -qué remedio- yo también.
En el mercado de autógrafos no faltó quien se supiera cotizar, en forma por demás ingeniosa, tal lo que comenta Noel Clarasó.
Carnegie era coleccionista de autógrafos y llegó a tener casi todos los V.I.P. de su tiempo. Le faltaba el de un naturalista llamado Ernest Haeckel y se lo pidió a través de un alumno. Haeckel accedió en seguida y en el álbum de Carnegie escribió: «Ernest Haeckel agradece, conmovido, a Andrew Carnegie el microscopio que ha regalado al laboratorio de biología de la universidad».
Carnegie regaló el microscopio y decía después:
-No sé si Haeckel es el personaje más importante entre aquellos cuyos autógrafos tengo, pero su autógrafo es el que me ha costado más caro.
Hace algunos años Fernando Fernán Gómez añoraba viejos tiempos en que el oficio de coleccionista de autógrafos se encaraba con mayor profesionalismo.
No es una cuestión de nostalgia, de enfermizo amor al pasado. Cuando Jorge Manrique dijo aquello de «cualquier tiempo pasado fue mejor» midió bastante bien sus palabras, puesto que antes escribió «a nuestro parecer».  No era cierto que cualquier tiempo pasado fuese mejor, sino que a nosotros nos lo parecía. Más acertado aún estuvo Ramón Gómez de la Serna en su espléndida, acertadísima paráfrasis: «A nuestro parecer cualquier tiempo pasado fue más ingenuo». Pero no se trata ahora de esos matices, de esas agudas observaciones, sino de que la inmensa mayoría de los coleccionistas de autógrafos de hoy no son como los de antaño. Nada de álbumes encuadernados en piel, ni de impolutas hojas de noble papel, ni de tinteritos de indeleble tinta china, sino todo lo contrario.

Verdad es que ya en aquellos tiempos de La vida en un bloc en el teatro de la Comedia -principios de los cincuenta- existía otro género de coleccionistas de autógrafos muy diferente al de los distinguidos señores o las ignotas señoritas de Rubén y Juan Ramón. Eran los que asaltaban al paseante que consideraban popular o famoso llamándole equivocadamente por el nombre un compañero de oficio y diciéndole:
-Firma, firma.
O los que ordenaban, al tiempo que ofrecían un papelajo: 
-Ponga: Para Enriqueta Suárez, de Ciudad Real, con muchísimo afecto y simpatía.
Coleccionistas de este género ya empezaban a darse entonces, y, desde luego, eran coleccionistas sin álbum, sin papel, sin pluma, sin distinción, sin urbanidad, sin nada.
Los tiempos han ido cambiando, como es su obligación, pero esos coleccionistas de autógrafos a los que acabo de referirme no han desaparecido -desgraciadamente han desaparecido los otros, los distinguidos coleccionistas-, sino que han proliferado. Piden, o exigen, el autógrafo y después se registran, precipitados, nerviosos, los bolsillos en busca de un papel, de un bolígrafo. Agitadamente, meten y sacan las manos en los más recónditos escondrijos de su vestimenta, abren una cartera de plástico, extraen de ella objetos heterogéneos, una pipa, una barra de labios, un relojito sin correa, unas gafas de sol, un escapulario, una «china», y al fin, tras dejar sin envoltorio su bocata, tienen un trozo de papel adecuado para aumentar su colección de autógrafos.
-Aquí mismo, aquí mismo -dicen.
Luego, con ayuda de un muchacho que pasa por allí, tienen un boli, que por lo general no pinta.
-Ya está. Toma. El autógrafo, el autógrafo. (Algunos, muy pocos, dicen el fotógrafo).
Yo, en esos casos, me siento tentado de escribir:
«Serenidad. Azorín», pero me contengo; venzo la tentación y firmo modestamente con mi nombre.
El coleccionista se marcha, en algunos casos después de decirnos en qué ciudad ha nacido:
-Soy de Soria, de Soria.
El muchacho que pasaba por allí y que prestó el bolígrafo suele acercarse mostrando una tarjeta de visita vieja, usada, grasienta en la que hay anotados varios números de teléfono y un operación matemática y nos pide también que firmemos. Y mientras, sumisos o envanecidos, según el carácter de cada cual, lo hacemos, pregunta sin dejar de mirar intrigado nuestro grafismo:
-¿Ahí qué pone?
Los hay que expresan su ignorancia de otra manera:
-¿Y usted quién es?
Confieso que firmar los primeros autógrafos que me solicitaron, en los años de esperanzada y atemorizada juventud, me llenó de júbilo. Aquel chico, aquella muchacha, aquella señora me habían reconocido. La gente empezaba a saber quién era yo, y eso en mi oficio es muy conveniente. Pero, como casi todo en la vida, este coleccionismo callejero empieza a cansar y al final acaba haciendo la puñeta. (...)
Quizás existan compañeros a los que no les desagrade esta costumbre del coleccionismo callejero, este creer que al futbolista, al actor, al cantante, cuando se le ve por la calle o en un local público siempre hay que pedirle un autógrafo, por lo que tal hábito puede tener, a pesar de todo, de homenaje, de reconocimiento de unos posibles méritos; pero supongo que todos estarán de acuerdo en que el pretendido homenaje está mal realizado.
No deberían estos presuntos admiradores, que en la mayoría de los casos se comportan con la mejor buena fe posible, solicitar nuestro autógrafo, sino ofrecernos gentilmente el suyo.
Si las cosas fueran como deben ser, ellos deberían atreverse, todo lo más, a pedirnos un papel, un bolígrafo, y después escribir: «Le admiro profundamente» o «Es usted uno de mis actores predilectos» o «Eres el más guapo del cine español», según. Y la firma. Y si quisieran añadir lo de «Soy de Soria», que lo añadieran.
Nuestra molestia sería menor, y muchísimo mayor nuestro agradecimiento. Y los que tuviéramos suerte en este azaroso oficio, podríamos dejar a nuestros nietos una gran colección de papelitos firmados.
No falta quien pide el autógrafo y luego averigua de quién se trata mientras presume su buen ojo clínico para reconocer a un personaje importante de entre la masa. Ello ha dado lugar a situaciones en que el cazador de autógrafos se enoja con cierto personaje por no ser quien pensó que era. En relación a ello Nicolás Alvarado proporciona un ejemplo
¿La mejor anécdota de mi amigo (y compañero de ridículos en cadena nacional) Pablo Boullosa? Aquella en que, mientras pasea por la calle, se le acerca una creatura del Señor (pongamos que una mujer guapa: así queda mejor), lo atisba, se le queda viendo, deja escapar un gritito extasiado y clama de súbito “¡Noooo! ¡Es usted!”.
Pablo -quien, aunque cartesiano, suele estar bastante cierto de ser él mismo- se limita a sonreír con incómoda beatitud, como para decir “Sí, buena mujer: en efecto, yo soy yo. ¿Acaso usted no es usted?”. Pero he aquí que no, que la chica ya no es la que era antes de verlo, que ha mutado en ser instintivo y primario que no hace sino proferir gritos guturales que, merced a una traducción, querrían decir yoloadmiroyoloquieroyoloamoquéemoción. Pero se recompone lo bastante para lograr una frase inteligible, la única que importa: “¿Me da su autógrafo?”.
La chica hace aparecer una hoja sucia arrancada de un cuaderno de espiral y una pluma Bic sin tapa. Pablo hace aparecer su mejor sonrisa (ésa que luce apenas impaciente) y le contesta que sí, que muchas gracias, que será un placer. Toma la hoja, empuña el bolígrafo, le pregunta cómo se llama. “Ruperta”, quiero pensar que responde la chica. “Muy bien”, anuncia él al tiempo que garrapatea “Pa-ra Ru-per-ta, con el ca-ri-ño de Pa-blo Bou-llo-sa”.
Ya está: devuelve a la suspirante el bien por el que la cree suspirar. Ruperta, extasiada, se lleva la hoja a los ojos y -ojo: aquí viene lo bueno-  ve mudar su expresión de la catatonia extática a la ira profunda: “¡Óigame no! ¡Esto no es lo que yo quería!”. Pablo se contraría. ¿Pues qué querría Ruperta? ¿Un acta de matrimonio? ¿La Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano? ¿Un cheque endosado? Para nada. Dejémosla expresar su desazón: “¡¿Pues qué usted no es El Finito López?!”. Ahora resulta que la duda de Ruperta era razonable: su interlocutor era, en efecto, un usted, pero no el usted culpable de todas sus angustias y todos sus quebrantos.
La anécdota habla bien de la chica: miope y torpe, sí, pero por lo menos sabía bien qué quería, a diferencia de tantos que se topan a alguien que sale en la tele, gritan de emoción, le piden el autógrafo… y ya luego le preguntan cómo se llama.
También hay quien aspira a ser reconocido por su admirado personaje y toma por desdén recibir un simple autógrafo sin algo más personal. Ello ha provocado situaciones chuscas, tal como lo documenta la siguiente nota de prensa. 
El excelente escritor mexicano José Emilio Pacheco participó en un acto cultural. Muchos de los participantes se le acercaron a solicitar su autógrafo, entre ellos muchos conocidos. El mismo Pacheco narra la situación:
“A mí estas cosas me cuestan mucho trabajo. Nunca quedo bien, sobre todo cuando sé que conozco a la persona pero no puedo recordar su nombre. Para librarla le pregunto: ¿Y cómo te dicen en tu casa? ‘Igual’, me responden. ¿Y cómo te decían de chiquito?, vuelvo a preguntar. ‘Igual’, vuelven a responder.
Ante eso no me queda más que escribir: ‘A mi querido amigo, con el afecto de...’ Pero no falla -suspira-: cuando lo ven me dicen: ‘¡Ay!, pero es que yo quería algo más personal’.”
Y es que dicha frustración es más que comprensible porque el autógrafo es una manera de hacer patente que se tiene alguna proximidad, sino que amistad, con el personaje de marras. Y quien nos lo va a creer cuando lo único que podemos mostrar como prueba de ello es un lacónico: “Para mi amigo con afecto” rubricado con un garabato como tantos otros. No, así no se vale.

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